
La situación aquí descrita es bastante sencilla de entender si la contemplamos a la luz de la teoría retórica de los grados de credibilidad y desde la atalaya de las finalidades del discurso. Empezando por la segunda parte, digamos que se puede abrir la boca para pedir a quien nos atiende que opine sobre algo relativo al pasado, o bien pedirle que decida hacer o dejar de hacer algo. En el primer caso, deberá emitir un veredicto; en el segundo, deberá adoptar un curso de actuación. Pero cabe una tercera posibilidad: que se hable y se discuta para afianzar los lazos de grupo, sea que existe un objetivo común deseable, sea que se percibe un enemigo o amenaza comunes.

Una discusión que se plantea en términos morales, esto es, la que enfrenta los sistemas de valores y creencias de dos colectividades, puede encontrarse con una evaluación del pasado o llegar a una decisión hacia el futuro, aun cuando estos efectos son accesorios, incluso accidentales. La discusión moral, salvo que haya una instancia coercitiva externa, nunca llega a un consenso porque se parte de la base de que valores y creencias no son negociables (a eso se le llama genus dubium). Desde un punto de vista técnico, cada uno de los grupos en conflicto considera que la credibilidad de la otra parte es mínima, ya que su postura es insostenible e inmoral. En la teoría retórica, a este planteamiento se le llama genus turpe (tipo vergonzoso), y no tiene salida. Al fin y al cabo, el único punto en el que las dos partes concuerdan es el convencimiento del error o inmoralidad de la otra. Se alcanza, así, una situación de equilibrio que consolida la unión de cada grupo y agranda la distancia entre ambos. Suele ocurrir que, cuanto más clara la amenaza, más fuerte la posición de defensa, y menor la credibilidad del contrario.

En este tipo de procesos, a falta de argumentos desequilibrantes, pronto aparecen las ideas extremadas y radicales, las que, en ausencia de razones mejores, se mueven con enunciados absurdos o reducibles al absurdo. Esto explica la ocurrencia del filósofo Jesús Mosterín con su comparación de los toros y el maltrato como tradiciones, cuando habría sido más práctico enunciar que la perpetuación de una costumbre no la convierte en moralmente aceptable sólo porque perdure en el tiempo. El ejemplo, al ser absurdo, acaba provocando la descalificación de quien lo enuncia.


Lo absurdo de la justificación habla de que la decisión de la Presidenta no obedece a un razonamiento ponderado de la cuestión taurina, sino a un afán de ganar audiencia al precio que sea. El problema es que cambia el tercio en la discusión con lo que sólo se puede considerar un brindis al sol. Al Tendido de Sol, para ser más precisos.
Interesante análisis. Espero que se anime y nos brinde alguno sobre el Gürtel y el procesamiento de Garzón. Llama la atención que tanto los defensores del juez como los del PP hablen de persecución política.
ResponderEliminarSaludos