sábado, 21 de noviembre de 2009

Comunicación prevaricadora

Hay muchas maneras de perjudicar a la sociedad. Unas se ven y otras se intuyen, pero todas son dañinas. Periódicamente, nos asaltan noticias de casos en los que un responsable político se ha aprovechado de su vara de mando (literalmente, ha prevaricado) para beneficiar a amigos y, de camino, darle un poco de vida a su propia cuenta corriente. Hablamos de corrupción en esos casos, y pedimos escarmientos, medidas de corrección, un poco de moralidad en la vida pública. Los que actúan al margen de la Ley son los que pervierten el sistema y acaban con él. Ayudan a crear dos tipos de personas: las que obedecen y las que hacen lo que les da la gana. Es una corrupción visible.

Ahora bien, ¿qué ocurre con los que utilizan sus posiciones de influencia social para orientar el pensamiento de las personas que siguen sus opiniones? Están los medios de comunicación llenos de personas que viven de hacer propaganda bajo la máscara de la libertad de expresión. Tienen derecho a ella, quién lo va a dudar, pero también tienen la obligación de actuar con decencia.

Todo derecho comporta una obligación paralela, o deja de ser un derecho para convertirse en un privilegio. Y el derecho a hablar libremente lleva consigo la obligación de hablar con buenas intenciones. ¿Ilusión, buenismo, alejamiento de la realidad? No me importa que lo sea, mientras haya alguien que lo comparta conmigo.


Lo cierto es que estoy bastante harto de contemplar el triste espectáculo de los medios de comunicación social convertidos en medios de manipulación social, tomados al asalto por las tropas de élite de la intelliguentsia de los partidos, personas que se hacen pasar por expertos, especialistas, intelectuales o, simplemente, enterados y que utilizan su propia imagen para desorientar al que intenta hacerse una composición de lugar.

No es posible que vivamos en tantos países diferentes como portavoces interesados intervienen en las tertulias; no es posible que la realidad sea tan terriblemente diferente en función de quien la interpreta; no es posible que creamos que una mentira, a fuerza de repetirse convincentemente, se convierte en una verdad.

La verdad es fruto del consenso de los miembros de una sociedad, pero sólo cuando se trata de cuestiones que atañen al devenir de la sociedad misma. La verdad como consenso no es aplicable en las cuestiones axiomáticas. A la inversa, las cuestiones que son fruto del consenso, las que ayudan a la sociedad a organizarse y funcionar, no se pueden tratar como axiomas, sino que deben plantear dudas, que son las semillas del pensamiento libre. Como cantaba Javier Krahe, prefiero caminar con una duda que con un mal axioma.

Según la teoría retórica, se puede convencer de tres maneras (dicho más técnicamente, hay tres modos de persuasión), a saber, por la imagen del orador (ἔθος, ethos), provocando emociones (πἀθος, pathos) o mediante argumentos (λὀγος, logos). La imagen del orador tiene que ver, no tanto con cómo se vista como con el grado de confianza que su oyente le atribuye en función de experiencias previas, de valoraciones ajenas, de la credibilidad que le confiere el sitio desde el que habla...

Estar en una emisora de radio, escribir en un diario, aparecer en la televisión, tener seguidores en las redes sociales de Internet, son tribunas que, cuando se aplican sobre personas que no tienen suficientemente formado su criterio, convierten lo que se dice en dogma de fe y en verdad indiscutible. Normalmente, a esas personas se les hace aumentar su credibilidad contraponiéndolas a otras que, por tener menor agresividad, o menos claras las consignas, hacen que la primera brille más y vuele a más altura.

Los líderes de opinión, con su impostada postura de estar por encima de los males del mundo, transmiten las emociones del odio, el arrobo, la indignación o el desprecio bajo una imagen de sabiduría y fiabilidad que arrastra al pueblo. A esto, en griego se le llama δημαγωγεῖν, hacer demagogia, y es algo que acaba con el gobierno del pueblo, la δημοκρατία. Nuestro sistema se basa en que a todos se nos apliquen las mismas leyes, la ἰσωνομία, y en que todos podamos tener las mismas oportunidades de hablar en público, la ἰσηγορία. El problema es que, si yo digo que fulano espía a mengano, fulano se querella; pero si quien lo dice es un sabio gurú desde su tribuna del micrófono, fulano no se querella, o se querella sabiendo que toda la bandada del gurú va a lanzarse a desacreditar a fulano sólo por ver si así se arredra.

Esa bandada, esas bandadas, los que llama Serrat macarras de la moral, viven de detrectar al otro sólo por ser o pensar de otra manera, y de defender a los suyos sólo porque lo son. Están inscritos en un sistema que les da de comer y les hace estar convencidos de que su opinión, por ser suya, se convierte en la de quienes los siguen. No hablan para que podamos pensar y opinar; hablan para subyugarnos y hacernos obedecer sus consignas. 

No creen en el poder de la palabra retórica para construir una sociedad libre, justa e igualitaria; creen en el poder retórico de la palabra para reclutar tropas sin pensamiento propio, que recitan cada día la consigna que toca y que, con los puños en alto y cruzados por encima de sus cabezas, lloran de emoción un día porque el Gran Hermano les ha dicho que están ganando la guerra contra Oceanía y, al día siguiente, porque están ganando la guerra que, según el Gran Hermano, hace diez años que dura contra Eurasia.

Eso que hacen los gurúes de la agitación y propaganda es, al menos, tan pernicioso como desfalcar las arcas de un Ayuntamiento. Seamos honestos y reconozcamos que, en verdad, eso es también una corrupción. Una comunicación prevaricadora, creo yo.

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