Ayer, estuvimos corrigiendo unos ejercicios de Retórica. Se trataba de escribir una descripción y un elogio o vituperio. La finalidad que se persigue con ellos es la de acostumbrarse a elaborar pequeñas piezas de práctica. No es nada nuevo. Son ejercicios como los progymnasmata antiguos.
Al corregirlos, nos dimos cuenta de que, muchas veces, los efectos que aparecen en los textos son no intencionados. Esto es peligroso. No podemos caer en la tentación de pensar que sólo el genio justifica nuestras actuaciones. Para la Retórica, igual que cuando hablamos de análisis estilístico, es fundamental considerar que todo efecto tiene una causa y busca un objetivo. Si no somos capaces de decir para qué hemos introducido un mecanismo retórico, entonces deberemos reconocer que no hemos hecho bien nuestro trabajo.
No es una afirmación novedosa, ni rompedora. Es típica de muchas otras profesiones. Por ejemplo, saco unos párrafos de un reciente libro (Garry Kasparov, Cómo la vida imita al ajedrez, Barcelona, Debate, 2007, pp. 56-57):
¿Por qué? Es la pregunta que distingue a los empleados de los visionarios, a los estrategas corrientes de los auténticos expertos. Si queremos entender, desarrollar y seguir nuestra estrategia, debemos hacernos constantemente esa pregunta. Cuando observo a los estudiantes noveles jugar al ajedrez y veo un movimiento totalmente erróneo, le pregunto al estudiante por qué lo ha hecho. A menudo, no obtengo ninguna respuesta. Obviamente, algo en su cerebro le ha indicado que ese movimiento era la mejor decisión, pero es evidente que no formaba parte de un plan elaborado que contemplara objetivos estratégicos. Todos saldríamos ganando si nos detuviéramos antes de cada movimiento, de cada decisión y nos preguntáramos: ¿por qué este movimiento? ¿Qué intento conseguir y en qué modo va a ayudarme esta decisión a conseguirlo?
Aprendamos de los maestros y sigamos a quienes saben de lo que hablan. No debemos introducir en nuestros discursos elementos que carezcan de finalidad. En otros ámbitos, l'art pour l'art puede ser un ideal; en la Retórica, es un craso error.
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