En este último mes, he podido asistir como invitado a dos actividades que tenían como tema común la Retórica y sus usos y estudios. El primero fue un Simposio, organizado por la Universidad de la Rioja y el Instituto de Estudios Riojanos; el segundo, unas jornadas organizadas por la Universidad de Oporto.
En Logroño, se trataba de reflexionar sobre las relaciones de Retórica, poder y opinión pública en nuestros días a propósito de la figura de Práxedes Mateo Sagasta. Durante tres días, estuvimos viendo cómo el siglo XIX ya contiene buena parte de las características de nuestro XXI. Hubo todo tipo de intervenciones, tanto para hablar de cuestiones decimonónica como para analizar la situación actual de la comunicación y persuasión políticas. En general, se detectaba una voluntad de intervenir en la situación de nuestros días, de ayudar a mejorar los procesos de relación del poder y la ciudadanía a través de una mejora de la preparación de los responsables políticos.
Unos hablaron de la confluencia como elemento necesario de la política. Esta confluencia se produjo, por ejemplo, en los graves momentos de la pérdida de Cuba y Filipinas, cuando los diferentes partidos comprendieron que había que superar las diferencias y trabajar por el bien común. Aunque nadie lo verbalizó, en el ambiente flotaban las disensiones sobre la crisis económica; sobre cómo los partidos principales la utilizaban para, o bien mantener prietas sus filas, o bien desestabilizar las contrarias; sobre cómo parece que hoy no es posible que los partidos se pongan de acuerdo en nada, ni siquiera en que hay que hacer que nuestro país salga adelante.
En esos días, el secuestro del Alakrana aún no había adquirido la relevancia que llegó a tomar después. Oyendo las opiniones de un partido y de otro; viendo el triste espectáculo de la utilización del sufrimiento de unas personas en aras de la recuperación de la imagen de un partido o de la defensa de un Gobierno, pensaba yo en cómo nuestra España de hoy tiene poco arreglo mientras los intereses de los demagogos primen sobre los del común de la ciudadanía.
Es una cuestión que me interesa especialmente, y que me llevó hace algún tiempo a la conclusión de que en la comunicación política (y en la política, en general) existe una serie de problemas de base que debemos solucionar si queremos que el sistema se mantenga en funcionamiento. Uno de esos problemas atañe, no tanto a los discursos que se hacen, cuanto a los oradores que los hacen.
Me refiero a que, hoy en día, la política se ha convertido en una salida laboral para determinados estudios universitarios como los de Derecho, Económicas o Sociología, por poner sólo unos cuantos ejemplos. El sistema de listas cerradas favorece el establecimiento de èlites establecidas que controlan quién puede llegar a qué en el interior de un partido, lo que significa que desenvolverse en el interior del aparato se convierte en una fuente más o menos estable de trabajo para un amplio número de personas que, cuando actúan, lo hacen más por proteger su medio de vida que por recordar para qué están.
Por demás, si son carreras tan técnicas como las dichas el principal vivero de trabajadores, nos encontramos con declaraciones también muy técnicas y que no siguen otra pauta de argumentación que la aprendida en la Universidad, la Empresa o las Instituciones. El manejo de las variables racionales y emocionales de la persuasión se confía a los especialistas en mercadotecnia, lo que produce una confusión entre lo que se quiere decir y con qué imágenes se presenta. El reino del marketing está alejado de la consideración de la ciudadanía como conjunto de seres pensantes porque el objetivo no es provocar procesos cognitivos, sino desencadenar reacciones conductuales. La cosa no es que elijamos después de valorar, sino que consumamos una propuesta partidaria.
Creo yo que esto explica bastante bien el motivo de que el mensaje político esté alejándose de la parte racional de la ciudadanía y esté convirtiéndose en una herramienta de transmisión unidireccional. El sentido recíproco del verbo comunicarse está siendo sustituido por el unívoco del nuevo comunicar.
Cuando comunicamos, no esperamos una respuesta, ni una interacción, ni un proceso intelectivo en el receptor del mensaje. Sólo transmitimos un mensaje para que sea aceptado. Aunque parezca lo mismo, la variación en el foco provoca una enorme distorsión en el proceso comunicativo, que pasa de diálogo a monólogo; de intercambio de pareceres a emisión de consignas; de discusión democrática a reino de la agitación y la propaganda.
En Oporto, el Congreso estaba dedicado a la evolución de la Retórica desde San Pablo al Padre Vieira. Dicho así, suena extraño, ajeno a la experiencia diaria, algo demasiado propio de la actividad de la Universidad, encerrada en su torre de marfil y lejana a la vida cotidiana. Sin embargo, sólo tenemos que rascar un poco bajo el título y nos daremos cuenta de que, en realidad, se estaba reflexionando sobre los procesos de adoctrinamiento cristiano desde la perspectiva de la persuasión emocional.
El Cristianismo, primero, y la Iglesia, después, fueron las auténticas máquinas de persuasión durante muchos siglos en los que su propia supervivencia dependió de la adhesión fiel e indiscutida de la comunidad de los creyentes. Tanto fuera porque había que difundir la Palabra y ganar adeptos como que había que evangelizar a las criaturas de allende el Océano, el discurso eclesiástico se convierte en una herramienta de manipulación emocional, de transmisión de ideas que deben aceptarse, pero no ponerse en tela de juicio.
Por entonces, no conocían el marketing, ni su comprensión de los procesos cognitivos humanos estaba tan desarrollada y tecnificada como en la actualidad, pero sí tenían claro que la Verdad es una, y que la esencia del mensaje retórico es que esa Verdad sea aceptada con todas sus consecuencias, hasta llegar a la modificación o al asentamiento de las conductas que los que tienen poder de decisión han marcado como correctas y aceptables.
¿Hay tanta diferencia entre el fondo de un Congreso y otro, ahora que lo vemos así? En los dos casos, se habla de que el orador (el que emite el mensaje) adopta una posición de superioridad en el proceso comunicativo: el político, igual que el predicador, busca la adhesión de los fieles y la expansión del número de fieles, pero no necesita que su mensaje sea analizado, valorado, tamizado por la razón. El predicador, como el político, se dedica a comunicar la Verdad, no a comunicarse para alcanzar la Verdad.
¿Por qué es esto así? ¿Es un defecto de la Retórica? Ya los antiguos se lo preguntaron, igual que nosotros. Unos mantuvieron que la Retórica, si sirve para formar demagogos (en griego, los que arrastran al pueblo), se debe prohibir; otros, que la Retórica debe ir de la mano de una adecuada formación ética y moral para que el orador, cuando le llegue el momento de hablar, lo haga, según la formulación romana, como vir bonus dicendi peritus, esto es, una buena persona y experta hablando en público.
La moralización de la vida pública no es posible si no tiene, previamente, un periodo de formación y educación ciudadanas. El político, igual que el predicador, hace lo que se considera correcto en su entorno, y responde a los estímulos de su entorno según haa aprendido a hacer. No creo que haya maldad en las personas, sino en un sistema que las obliga a actuar de determinado modo, con unas respuestas específicas, con unos esquemas de conducta de necesario cumplimiento.
La moralización de la vida pública implica, necesariamente, la extensión de una auténtica educación ciudadana, no una que hable de cómo cruzar los pasos de peatones ni de cómo está escrita nuestra Constitución, sino una que enseñe a las personas a valorar los mensajes, a discernir los argumentos, a estructurar correctamente sus ideas y a compartirlas de modo claro y adecuado. Todo eso está ya inventado. Se puede encontrar en las enseñanzas de la Retórica si miramos más allá de la herramienta que utilizamos para dominar al otro y observamos la disciplina que estructura la comunidad al enseñarle a expresarse y a evaluar las expresiones ajenas.
No estaban tan lejos los temas de uno y otro Congresos. Sólo había que desechar las apariencias y bucear en los significados. Lo que cada día voy aprendiendo de Retórica me ayudó a ver más allá de lo visible.
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